El 8 es considerado como un número de la suerte en China porque en chino suena como la palabra “fortuna”; el 444 es un número malo porque se pronuncia como “muerte”; el 520 suena como “Te amo”.
Considerando que nunca me han gustado las supersticiones, me desconcertó recibir un mensaje en WeChat a las 4:44 p. m. del 20 de mayo, hora de Pekín, en el que me informaban que mi tío Eric, quien vivía en Nueva York, había fallecido por COVID-19. Tenía 74 años.
El tío Eric era un farmaceuta, así que probablemente contrajo el virus de un paciente que visitó su tienda en Queens. Se infectó en marzo, y su enfermedad duró más de dos meses. Estuvo con un respirador artificial hasta sus últimos diez días: para entonces, fue considerado como incurable y el respirador fue destinado a otros pacientes que podían ser salvados.
La profesión médica corre por las venas de mi familia. Yo presido una universidad médica en Pekín con diecinueve hospitales afiliados. Estudié Medicina porque mi padre es médico, un neumólogo. Decidió estudiar Medicina después de perder a su madre debido a una infección leve cuando él tenía 13 años. Para mi padre fue muy inesperado perder a un hermano quince años más joven que él debido a una enfermedad relacionada con su especialidad: el sistema respiratorio.
Mi padre (Weihua) y Eric (Houhua) se separaron por primera vez en 1947. Mi padre, entonces de 17 años, se quedó en Nanchang, la capital de la provincia de Jiangxi, en el centro-sur de China, para completar su educación; mientras que Eric, de 2 años, así como otros hermanos y una hermana partieron rumbo a Taiwán con sus padres. Al término de la Segunda Guerra Mundial, Taiwán había sigo regresado a China después de cinco décadas de ocupación japonesa, y había oportunidades de trabajo ahí.
La familia no anticipó lo que ocurriría en 1949: la toma comunista de la China continental y, para ellos, el comienzo de otro tipo de separación, una muy prolongada.
Mi padre concluyó su educación médica en Nanchang y después de graduarse se capacitó con uno de los principales médicos respiratorios en Shanghái, pero en la década de los sesenta la Revolución Cultural de ese entonces lo llevó a un pueblo pequeño y después de eso a una aldea, en la que era el único doctor. Se mudó de regreso a un gran hospital en Nanchang en 1972.
A mediados de la década de los setenta, mi abuelo le envió —con escala en Fiyi— una carta a una dirección previa, y milagrosamente, llegó.
Pronto, el tío Eric se convirtió en su emisario.
El tío Eric fue el primer miembro de mi familia en convertirse en ciudadano estadounidense. Llegó a San Francisco a fines de la década de los setenta, atraído por un país que era una potencia económica, un contraste tan diferente respecto a la situación en la que crecimos en Taiwán.
Fue 35 años antes de que los hermanos se volvieran a encontrar, en 1982. Mi padre fue un académico visitante durante un año en el Instituto de Investigación Cardiovascular en la Universidad de California, campus San Francisco (UCSF), donde realizó investigaciones sobre edema pulmonar y recibió algunos meses de prácticas clínicas en la unidad de terapia intensiva de lo que ahora se conoce como el Hospital General y Centro de Traumatología Zuckerberg en San Francisco.
A principios de la década de los ochenta, la brecha entre China y Estados Unidos era gigante. Mi padre siempre ha estado agradecido por la educación que recibió en UCSF, así como la amabilidad y generosidad de los estadounidenses que conoció.
Trajo lo que aprendió en Estados Unidos a Nanchang para establecer la primera unidad de terapia intensiva en la provincia de Jiangxi y una de las primeras en China. También fundó uno de los primeros —si no el primero— institutos de medicina molecular en China.
En 1985, seguí los pasos de mi padre y los de mis tíos; el tío Tim (Xinghua) también había migrado a California. Fui a San Francisco para estudiar mi doctorado, también en UCSF. Mi hermano menor se mudó a Estados Unidos algunos años después.
En la década de los noventa, con el colapso del modelo soviético, Estados Unidos parecía ser el único otro ejemplar restante. Al haber estudiado en Estados Unidos y con planes de trabajar y vivir ahí a largo plazo, solicité la ciudadanía estadounidense y la obtuve en el 2000. Mis hijos nacieron en Estados Unidos.
No obstante, en ese entonces, el 11-S ocurrió, y este eje del mal emergió: Dick Cheney (vicepresidente), Paul Wolfowitz (subsecretario de Defensa), David Addington (consejero del vicepresidente) y John Yoo (abogado del Departamento de Justicia y autor de “Torture Memos”). Estos hombres estaban preparados para hacer cualquier cosa con el fin de velar por sus intereses, imponer su propia ley —lo que realmente significaba que no hubieran leyes ni Estado de derecho— en Irak, en Guantánamo y en cualquier otra parte. Y demasiados estadounidenses estuvieron de acuerdo. Ese periodo me demostró que, a diferencia de lo que muchos creíamos, Estados Unidos no era la luz que guíaba a la democracia.
Comencé a investigar cómo renunciar a mi ciudadanía estadounidense cuando vivía en Chicago y de nuevo después de mudarme de regreso a China en 2007. Completé el proceso en 2011; fue una decisión que ha sido validada con la llegada del presidente Donald Trump y el trumpismo, que son una expansión natural de lo que se inició después del 11-S.
El tío Eric nunca regresó a la China continental.
Para cuando mi padre se jubiló en 2005, a los 75 años, había brindado tratamiento a incontables pacientes por problemas respiratorios y en las unidades de terapia intensiva en China. Trabajó durante la epidemia de SRAG en 2002-2003, y emitió predicciones terribles de que el virus, o algo parecido, regresaría. Él y yo debatimos sobre si el nuevo coronavirus hace que su predicción sea correcta.
A medida que la COVID-19 comenzó a propagarse hace unos meses, mi padre, ahora de 90 años y desde hace tiempo jubilado, me enviaba recomendaciones sobre cómo tratar la enfermedad para que pudiera pasar la información a otros médicos, incluyendo al que lideraba la respuesta contra el brote en la ciudad de Wuhan, el epicentro inicial de la pandemia.
En nuestra familia, doce miembros viven en Wuhan, la mayoría son del lado materno, y seis, en Nueva York, la mayoría del lado paterno. Todos mis familiares en Wuhan están a salvo. El tío Eric murió en Nueva York después de que la pandemia llegó a Estados Unidos, el país más fuerte desde el punto de vista militar, el más rico desde el económico y el más avanzado desde el médico.
Estados Unidos tuvo dos meses o más para aprender de la experiencia de China con este coronavirus y pudo haber hecho mucho más para bajar las tasas de contagios y los fallecimientos. Mi padre pasa por un momento difícil para aceptar la muerte de su hermano, en parte también, porque cree que pudo haber tratado al tío Eric, pues piensa que, en China, el tío Eric se habría salvado.
A medida que la pandemia continúa causando muertes en Estados Unidos y en el resto del mundo, con algunos brotes pequeños en China, Estados Unidos y el país asiático no están colaborando, sino compitiendo, en la búsqueda de una vacuna exitosa para el virus y medidas de tratamiento para la enfermedad.
La familia de mi padre ha estado dividida durante la mayor parte de su vida, separada en gran medida por las decisiones de líderes políticos. Durante un largo tiempo, Estados Unidos parecía ser el mejor lugar para vivir, para quienes tenían la fortuna de tener una opción como esa.
Ahora, mi padre y el tío Eric han sido separados de nuevo. Esta vez ese resultado no habla bien de Estados Unidos.